domingo, 31 de agosto de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 14

VACILACIONES Y CAÍDA DE UN GRAN LÍDER

De ascendencia inglesa y educado por el abuelo materno, que era protestante y profundamente infectado de liberalismo, Montalembert concibió la ilusión de que el ultramontanismo, del que era adepto sincero y fervoroso, fuese conciliable con los fermentos de libertad que su educación le había introducido en la mentalidad. Aristócrata hasta la médula de los huesos, no podía aceptar la democracia de Lacordaire ni la república de Lamennais. Pero lo que correspondía a todas sus aspiraciones era el programa de gobierno que L’Avenir lanzó a través de una serie de artículos publicados en 1831. Realmente ese programa conservó mucha cosa de los tiempos áureos de Lamennais, lo que no es de extrañar, dado que, si bien bastante revolucionario, el periódico era cauteloso al exponer sus planes de reforma.
Montalembert, el líder ultramontano que terminó sus días
como un "católico liberal"
En resumen, la monarquía sería conservada, pero controlada por la elite del país, cuya formación obedecía a un criterio más de acuerdo con la Revolución. Serian abolidos los departamentos, y Francia nuevamente dividida en provincias y comunas, división ésta más natural y más consistente con las realidades geográficas y sociales. Los habitantes de cada comuna eligieron el consejo de notables, esto es, un consejo formado por los conciudadanos más honestos, esclarecidos y aptos para gobernarlos. Ese consejo, que sería presidido por un comisario real, se ocuparía de la administración de la comuna.
Los notables de las comunas elegirían a su vez a los notables de las provincias, los cuales delegarían sus poderes a una comisión que, también bajo la presidencia de un comisario real, gobernaría la provincia. De seis en seis meses los notables de cada provincia se reunirían para trazar las directrices del gobierno provincial. Los comisarios reales tendrían una función moderadora. Asegurarían la ejecución de las leyes y cohibirían los abusos de los notables contra el pueblo que los eligiera.
El poder central sería legislativo y ejecutivo. El legislativo tendría dos cámaras: una, la de los comunes, electa por los notables de las comunas; la otra, el senado, por los notables de las provincias. El poder ejecutivo, ejercido por el rey, nominaría a los comisarios reales, dispondría del ejercicio y de la marina y trataría, con exclusión de cualquier otro órgano, de la política exterior.
Montalembert imaginaba que si el catolicismo francés abandonaba enteramente el galicanismo, volvería a enseñarse en toda su pureza la doctrina católica y si la aristocracia sacudiese la indiferencia a la que estaba entregada, los notables escogidos serían naturalmente los católicos y los aristócratas, tan luego fuese instaurado el gobierno preconizado por L’Avenir. Y bastaría que ellos no faltasen a su misión, que Francia estaría salvada.
Durante el reinado de Luis Felipe, Montalembert se dedicó entusiastamente a la tarea de re erguir a los católicos y a la nobleza. Par del reino y jefe incontestable del partido católico, su obra fue de tal porte, su actuación tan magnifica y su ultramontanismo tan sincero, que después de su defección en beneficio de los católicos liberales ninguno de los líderes ultramontanos —como monseñor Pie, Dom Guéranger y Louis Veuillot— se referiría a él sino con la tristeza que causa una gran pérdida.
Fue la revolución de 1848 el inicio de la caída de Montalembert. Creía de tal forma que la libertad vendría como él la soñaba, que el establecimiento de la república lo lanzó en el desaliento. Ya vimos su desencuentro con Louis Veuillot, y cómo éste procuró animarlo para que no abandonase la lucha. Nada refleja su estado de espíritu que las cartas que en esa época escribió el gran restaurador de la Congregación Benedictina francesa, Dom Guéranger, Abad de Solemnes, entonces su amigo y confidente.
Habiéndolo Dom Guéranter saludado por su elección para la Cámara de los Diputados, Montalembert respondió en los siguientes términos:
“Mi amigo, plenus sum sermonibus [estoy lleno de palabras], y eso hace tres meses y todas las veces que pienso en usted tengo mucho que decirle, y sucumbo con el peso de todo lo que desearía derramar en su corazón de monje y amigo. Es forzoso que usted haya comprendido muy mal la revolución de febrero, para haber podido desear mi elección. En cuanto a mí, quedé desolado desde el inicio, y cada vez más me desaliento cuando contemplo la Asamblea y la situación. No hay nada, absolutamente nada, que yo pueda hacer en medio de esa horrorosa y vergonzosa debacle. En el fondo no soy un hombre de lucha ni de revolución; soy un hombre de estudio, y si es necesario, de reconstrucción. Mi tiempo ya pasó; mi carrera está terminada. Nada más tengo que hacer sino sumergirme en un retiro, si el mundo aún lo permitiese, y ahí hacer, deshacer y rehacer en mi “Monasticon”. Es posible que yo suba a la tribuna de la Cámara, pero será con la convicción de sufrir un fracaso bien más triste que el del padre Lacordaire.
“Vea, mi amigo, nada más está de pie en este país. Helo juzgado, y juzgado por ese famoso sufragio universal. Creí de buena fe en la transacción, intentada por la restauración y por la monarquía de julio, entre lo pasado y lo futuro, entre el buen criterio y la locura. Ahora todo está destruido, y temo que nada más sea posible. Puede ser que el exceso del mal y la ruina material traigan una apariencia de reacción monárquica. Pero no es de ahí que puede surgir una regeneración moral e intelectual. Considero que rodaremos gradualmente hasta el fondo del abismo, donde nos esperan los griegos del Bajo Imperio, Asia Menor, África y las repúblicas españolas de América.
“Queda la Iglesia. Sí —como usted bien dice— amo y aprecio más que nunca esta patria imperecedera que no nos será robada. Pero estoy alarmado con el clero. ¿No vio los discursos de ciertos curas en París, que califican a Nuestro Señor Jesucristo de “divino republicano”? Es siempre el mismo espíritu de adoración servil de la fuerza laica y del poder vencedor. Infelizmente el espíritu galicano se complicó y se envenenó con las tendencias demagógicas, que tanto inficionaron el clero hasta un grado que yo no podía sospechar. Entretanto, espero y creo que la Iglesia saldrá triunfante de esa nueva prueba.
“Y usted y ese pusillus grex [pequeño rebaño] de Solesmes, ¿cómo pueden resistir a tal tempestad? ¿Y Pío IX? No, en verdad tengo mucha cosa que decirle, y nunca podré hacerlo. Le pido solamente que rece mucho por mí y me escriba tantas veces cuanto pudiese. No puede imaginarse a qué grado de abatimiento estoy reducido. Es absolutamente necesario que cambie de moneda (“ne peur, ne espoir”) [sin miedo, sin esperanza], porque tengo un miedo excesivo del futuro y estoy completamente sin coraje. Mi esposa es mucho más valiente que yo. En breve seremos todos barridos por los comunistas o por la dictadura. Adiós, mi amigo, sepa que cuento más que nunca con su afecto, y más que nunca lo necesito”.
Dom Guéranger no dejó de animar al amigo. Le recordó su actuación, su vocación de apóstol, la necesidad que tenía la Iglesia de su concurso, de su influencia siempre creciente, en fin, procuró levantar de todos los modos la moral de Montalembert. De ahí esta carta a Dom Guéranger, que hacía prever un maravilloso retorno del gran líder al ultramontanismo:
Dom Guéranger, el ilustre abad de Solesmes
“Yo no pensé en todo eso (carrera, influencia, etc.) cuando en 1830 entre en la palestra para defender la Iglesia y la verdadera libertad. Hoy, no quiero pensar más en esas cosas. Nunca tuve sino una finalidad: servir y profesar la verdad a expensas de mi ambición, de mis intereses, de mis propios gustos. Hasta donde en 1830, no separo la verdad de la libertad, pero ahora sé lo que antes no sabía: la libertad —la verdadera, la santa libertad, la libertad del bien, la única que la Iglesia autoriza y defiende— es incompatible con la democracia, con la revolución, en una palabra, con el espíritu moderno”.
Infelizmente, sin embargo, surgió en ese momento el padre Dupanloup con la célebre distinción entre la hipótesis y la tesis, y Montalembert prefirió a los consejos de Dom Guéranger, la tutela del futuro obispo de Orleans. El campeón del ultramontanismo francés, su verdadero jefe hasta 1848, será de ahí en adelante un soldado del “catolicismo liberal”, hasta morir sin gloria, en 1870, llamando al Papa de ídolo del Vaticano.


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